OPINIÓN

Las fiestas agostinas de 1858

René Martínez Pineda

Sociólogo y Escritor, UES-ULS

¡Qué tiempos esos en los que las fiestas agostinas conmemoraban el nacimiento del país! En medio  de la algarabía por convertirse en una nación hecha y derecha (lo último, literalmente) el miércoles 4 de julio de 1858, públicamente se reconoció una verdad social, gestada en la Ilustración, que no se llevaría a la práctica para todos: la necesidad de educar a la juventud para el progreso de las naciones. Ese mismo día, en el prestigioso Liceo de San Salvador, su fundador (Don José Larreinaga), dirigiéndose al señor Senador Presidente afirmó: “la juventud, señores, es el ornamento de la patria y la base del porvenir de las naciones; el lustre y esplendor de la época futura es indudable que depende en su mayor parte de la educación de los jóvenes, los cuales presentan en su corazón y entendimiento fértiles jardines en que la cultivadora mano del preceptor debe fijar plantas delicadas que produzcan frutos suaves y exquisitos, frutos de honor y sabiduría, de ciencia y de virtud… He dicho” –dijo, y no volvió a decir más nada sobre el tema.

Es así como a finales de julio de ese año de Dios, se decretó la creación de la primera Escuela Normal en la cabecera de San Miguel, destinada especialmente –según consta en el texto- “a formar y educar sujetos para la enseñanza primaria”. Un par de días después se decidió que el señor Manuel Andrade, conocido profesor de literatura, sería el designado para regentear la institución que se encargaría de darles clases –y enseñarles los secretos ocultos de la ciencia pedagógica- a los futuros profesores de lectura, escritura, gramática castellana, aritmética y ortografía, en las cuales se colaban, de cuando en cuando, el alcalde, regidores, síndicos y jueces de paz de las municipalidades que aún eran consideradas como “media municipalidad”. Ese fue un acto de suma importancia en un país con un grave analfabetismo sufrido, especialmente, por las mujeres: de 41 personas estudiando gramática castellana, escritura, lectura, aritmética, ortografía (en la ciudad Capital) sólo una era mujer, según consta en la lista de inscritos.

En las fiestas de agosto de 1858, el señor presidente, General Gerardo Barrios, hizo su entrada a San Salvador el 29 de julio, recibido con veintiún cañonazos e incontables eructos, dándole inicio a la fiesta patronal que, como siempre, sería palpable en el molimiento de huesos y en la mucha basura acumulada, la que (por ser su deber vital) sería levantada por la policía, después de limpiar las telarañas que persistieran en los edificios públicos y casas privadas. En los días festivos, los serenos se esmeraban en su labor de encender, con poses de ballet, los candiles medievales y lanzar, a media noche, unos gritos destemplados que, más que anunciar la hora, querían ahuyentar a los fantasmas coloniales… ¡las doce y todo en caaaaalma!

La concurrencia de los pueblos se incrementó el 4 de agosto. Parecía, a lo lejos, una romería nostálgica que lamentaba su ignorancia de nación. La entrada a los barrios se hacía por la tarde, con el mejor lucimiento posible y en un orden tirano: Concepción, San José, Candelaria, el Centro -el 3 de agosto- que se infló con la asistencia del Presidente y del señor Obispo, quien acompañaba el ruido de los cohetes con unos pedos infames y letales (en esos términos lo expresó el redactor de La Gaceta). Las señoras capitanas, con celo religioso y patriótico, trabajaron para que no faltaran en su entrada ni lujos, ni concurrencia, ni solemnidad. Ese año se destacaron: Doña Emilia Trigueros de Blanco y Doña Beatris Meléndez de Dorantes.

El 4, la entrada al barrio El Calvario fue tumultuosa. El 5, los variados espectáculos se adueñaron de la muchedumbre que, en más de 13 mil, se reunió en la plaza a observar el acto de la Transfiguración que se repetía entre el estampido del cañón, las nubes de humo, y los rayos y relámpagos que se perdían en el cielo junto a las exhalaciones, casi pirotécnicas, de los fuegos fatuos, justo cuando las campanas alzaron el vuelo hacia el mañana oligárquico.

El 6 fue el día solemne… era la función de la Iglesia, por eso se engalanó con la asistencia de las autoridades supremas y de todos los empleados públicos. El señor Obispo celebró de pontifical, y predicó el presbítero Don Felipe Novales en los breves espacios que le dio el coro.

Finalmente, el magnífico baile en la casa de gobierno. Las señoras y vecinos pudientes de San Salvador lo dedicaron a la señorita de su excelencia (el Presidente) que aceptó y fue efectivamente la reina del Sarao. Estuvo muy concurrido y animado, reinó el buen humor, el orden, la alegría, varios brindis se cruzaron: el presidente brindó por la prosperidad del Salvador, la República y por el bello sexo obsequiante, al que manifestó –con malicia fornicaria- su gratitud; el Gobernador: por el placer de los salvadoreños por la traslación del gobierno a su antigua capital; y el señor Yanuario Blanco –respetable ciudadano- brindó porque la reedificación de la Antigua y la edificación de la Nueva San Salvador caminaran a la par y formaran una sola ciudad, desde San Salvador hasta el Guarumal –dijo, con la cara ruborizada por el licor-, y el Presidente añadió, enérgicamente: “¡hasta el puerto de la Libertad!”. Ya pasada la media noche se sirvió la cena, después de la cual permaneció la concurrencia muy alegre, hasta que el grito del sereno anunció que ya eran ¡las cuatro de la mañana y todo en caaaalma, hijos de puta! ¡váyanse a dormir!

Todo era felicidad, allí adentro, y el tema de las charlas fue que las exportaciones crecían hasta el cielo: de Acajutla, los buques y fragatas salían barrigones de ajonjolí, tabaco, bálsamo, sombreros, petates, colchas, arroz, zapatos, canastos, frijoles, almidón, azúcar, añil, puros; el puerto de La Libertad se especializaba en cueros de res al pelo. Allá afuera, el gobierno había iniciado –con fondos del Estado- la compra de tierras ejidales y comunales para dárselas a los pueblos y –un rato después- otorgárselas para siempre a los cafetaleros. Allá afuera, la tristeza era algo demasiado conocido, algo que ni siquiera las milagrosas píldoras Holloway podían curar, porque éstas eran impotentes frente a la tristeza que provocaban las luces más lejanas de las fiestas de agosto de ese año en el que, por cabalística, las máximas autoridades prometieron superarlas, en pompa y solemnidad, en 1860.

Redacción LPT

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