OPINIÓNPORTADA

Recordar es algo más que no olvidar

Por: René Martínez Pineda

Sociólogo y Escritor, UES-ULS

Hasta antes de 2019, año en el que el país entró al siglo XXI, yo creía que existían los males que duran más de cien años -digamos doscientos- y que los cuchillos de los malos jamás iban a perder el apetito; yo creía que el pueblo -pueblo, esa palabra que muchos ya no quieren pronunciar para no ensuciarse la boca de realidad- había sido maldecido para siempre por los malditos de la densa conspiración de la sangre. Pero, el demonio de la acumulación de silencios y desilusiones tomó la palabra para obligarme a recordar que yo, como vos, como él, como ella, como todos, somos un pueblo que ama más allá del amor; que la vida sólo es posible cuando se le hace la prueba del puro al miedo; que la miel es dulce e incorruptible, sólo porque sí, cuando brota a chorros del corazón de las víctimas que esperan a su gente fuera del purgatorio de la justicia; que el paisaje de mi país, hasta hace unos meses secuestrado por los males y por los malos, tiene la posibilidad del hechizo cotidiano cuando los días de febrero son celestes y en las ventanas abundan los lirios.

Y entonces recuerdo que debo recordar y mandar al olvido mis olvidos; recuerdo que mi sangre fluye en las venas abiertas de los otros que son nosotros y, sin más excusa, me río por los ojos para borrar toda evidencia de las lágrimas baldías de ayer; y saboreo por las manos el bullicio de las escuelas atiborradas de niños sin drástico miedo para lavar la mugre de la apatía que me signaba la frente como cruz de cenizas. Por la noche, más que por la mañana, juro con la mano sobre los cuentos de barro, que el país es un lindo y serio país que le rinde culto al maíz; declaro -avalado por una sentencia de la sala de lo constitucional firmada después de beber chicha en jícaras tristes- que la poesía buena y nutritiva es el mejor Silabario para enseñar a leer y escribir sin errores de geometría.

Y es que, a fuerza de ser sinceros a la derecha en la cuenta de ahorro, mi cuerpo, mis sentimientos, mi sangre y mi alma -como emigrantes compulsivos- no habitan sólo en mi cuerpo, sino en el cementerio comunal en el que están enterrados los hombres que lucharon por la utopía y las mujeres que, de románticas y buenas, se reventaron la vida por mí, por nosotros. Y a estas alturas del siglo que tiene menos de cuatro años de edad, el amor y el sabor de la comida sin la sal de lo fiado; la cuarentena que nos enseñó cómo son las calles y quiénes son las personas realmente importantes para sobrevivir: la familia, el vendedor de pan francés y tortillas, la señora del camioncito de verduras, la muchacha de las empanadas de frijol y de leche, el joven que nos llevaba la comida a domicilio evadiendo los hondos baches del contagio. El amor, las cosas, el joven político que puso el pecho para detener el virus, el paisaje de lo que aún no se revelaba, la comida que no olvida el rumbo, y los relatos poéticos sobre la pandemia para perderle el miedo a las metáforas funerarias de los políticos corruptos que querían revivir la peste negra.  Hasta antes de 2019, año en el que el pueblo entró en los pasillos de la ciudadanía, yo creía que existían los males que duran más de cien años y que los cuchillos de los malos jamás iban a perder el apetito… y eso me alegra porque prueba que me estoy inventando un país, aunque me deba al manicomio de los cuerdos.

Redacción LPT

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