OPINIÓNPOLÍTICAPORTADA

Una mesa larguísima con las patas torcidas

René Martínez Pineda

Sociólogo y Escritor, UES y ULS

Tenía un mes sin dormir; de eso daban testimonio su espalda y su mujer, ambas torturadas por distintas razones: una, por el esfuerzo; la otra, por el olvido carnal. Esa madrugada, Manolo regresó a su dormitorio, movido por el canto del gallo y por el sueño inquieto de Estebana, su mujer. El vaho tibio del cuarto le estremeció todo el cuerpo y, por un instante, tuvo la intención de echarse en la cama, boca abajo, y dejar que el cansancio le cobrara la factura. Pero se detuvo; se conformó con taparle los pies para no dejar que el frío los siguiera mordiendo. Se dirigió hacia la cocina y, sin pensarlo, se preparó una taza de café para darle énfasis a la vigilia cruel en que lo había metido su responsabilidad a toda prueba.

A las siete de la mañana, Estebana se topó con la sombra encorvada y silente de su marido y, pasándole suavemente la mano en los hombros como a un animal herido, le dijo que tenía que bañarse… Ya yedés a cabro orinado. Sin remedar el gesto, y con tono cariñoso, Manolo dijo: no seás pendeja, mujer, que no sabés que es malo bañarse desvelado, puedo quedar ciego. Y entonces siguió haciendo cuentas mentales y siguió sordo al rumor que su mujer iba dejando a medida que ponía todo en su lugar.

Manolo tenía fama de carpintero fino, la cual se sostenía incluso en los aciagos días en que se perdía en el licor y en los viejos lupanares del pueblo. Esa vez, contra todo pronóstico y contra la maldición del dinero maldito, se había mantenido sobrio desde el día en que don Luis -exalcalde vitalicio, lavador de pisto por herencia y tartamudo ocasional- se lo llevó lejos de las sillas que don Salvador pone afuera de su tienda para decirle, sin abrir los labios: haceme una mesa larguísima que sea la envidia de estos pobretones del pueblo; escogé la mejor madera que tengás. El encargo se debía a que se inscribió como candidato presidencial, y le había prometido, a sus seguidores y hermanos de religión, que iba a financiar su campaña vendiendo sopas levantamuertos y fritada pisque, y que tendría como socio oculto a don Josael, el ricachón migrante, lo cual él veía como la mejor jugada política y económica de cara a las elecciones.

Manolo se encerró en su taller y no salía ni a comer, por lo que su mujer recurrió a la táctica penitenciaria de dejarle el plato de comida en la puerta. No supo del baño ni de la pasta de dientes porque el comedor se convirtió en una obsesión suicida, pues era la primera vez que el exalcalde se dignaba a pedirle un trabajo, lo que fue tomado con cautela por Estebana debido a que la fortuna de don Luis provenía de jugadas sucias hechas a sus parientes, y del pacto con el diablo que hizo cuando se fue mojado a Estados Unidos. Ya sabés la fama de chucho y timador que tiene ese viejo cabrón, no te vaya a dejar vestido y alborotado con la mesa, le repetía su mujer, diez veces al día, a lo que Manolo siempre respondía con un ¡qué putas sabés vos de tratos de hombres, mujer!

El amanecer lo sorprendió haciendo cuentas y, para agigantar las expectativas, las hizo sobre el encargo. Era una mesa estilo Francisco III -idéntica a la única mesa que sobrevivió a las lluvias que arrasaron la provincia de San Mauricio, en Buenos Aires- en la que sobresalían las seis patas que simulaban ser cobras feroces que, con sus cabezas monstruosas, sostenían la perfecta planicie.

Doscientos. Vale doscientos dólares; mire que usé caoba y yo mismo hice los detalles torneados para que fuera igualita a la de ese tal Francisco III. No… vale doscientos cincuenta, estas curvas de las patas no se ven ni en los comedores de los más ricos de la capital, señor candidato; sólo afigúrese que en materiales he gastado casi doscientos dólares. Por fin tomó una decisión. Don Luis, el comedor vale trescientos dólares, es un Francisco III usado por la gran burguesía de San Mauricio, según consta en las fotos de la enciclopedia de mi hijo. He dedicado treinta días, con todas sus horas y minutos para hacerla, pensó que le decía. Al nomás secarse el barniz, Manolo contrató tres ayudantes para llevar, hasta la propia puerta del candidato, la mesa de treinta y un metros de largo y seis patas, para que los clientes pudieran acomodarse de inmediato y deleitarse con la sopa levantamuertos, con abundante tripa, que su esposa había hecho para recaudar fondos.

Decidió menospreciar su esfuerzo e ingenio de carpintero pidiéndole trescientos dólares, calculando que le quedarían libres unos setenta, con la ilusión de que el señor exalcalde –coronel de profesión, corrupto por vocación y pendejo por opción y manía- maravillado con esa obra maestra (-¡puta, qué buen trabajo, Manolo!-) le encargaría todos los muebles de casa presidencial, si ganaba las elecciones en cuarta vuelta, tal como se lo había vaticinado un pastor con dotes de brujo y amigo cercano de su esposa.

¡¿Cuánto?! ¿Creés que cago dinero, cabrón? Tomá veinte dólares y un cupón para que te den una sopa, sin tripas ni verduras, y considérate bien pagado. Si no te gusta el pago, llevate esa mierda, a ver quién de estos muertos de hambre del pueblo te la compra. Manolo permaneció en silencio y sin bajar los ojos de la sonrisa mezquina del candidato. Ya entrada la noche regresó a su casa y, a gritos, le pidió a su mujer que le sirviera la cena, porque tengo un hambre rezagada, le dijo, sentándose con una amplia sonrisa de gozo. ¿Cuánto te pagó ese viejo por la mesa? Le preguntó, enjugándose las manos y gastando, mentalmente, cada uno de los dólares. No hubo trato, dijo, Manolo, sirviéndose más comida. ¿Y la mesa? La deshice a patadas y la dejé con las patas torcidas y rajadas, respondió, Manolo, ampliando su sonrisa. ¿Y qué dijo el viejo maldito ese? Nada, se lo llevaron al hospital con ataque. ¿Y los clientes? Sólo llegaron nueve y están comiendo en el suelo, dijo, Manolo, empinándose el plato. Parece ser que la mujer de don Luis decidió que no valía la pena desperdiciar tanta comida.

Después de cenar abundantemente, se fue a dormir sin decir nada. Despertó hasta el mediodía por el alboroto de los cohetes de vara que anunciaban el funeral del candidato y la postulación automática de su viuda como reemplazo. Ella, como su marido, tenía sus propias mañas y embrujo.

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